Ebook. Pinchar en Expand para leer.


En la barra de herramientas superior es posible acercar o alejar el texto y leer a doble página o a una sola. En la barra de herramientas inferior es posible desplazarse por las páginas del libro.

Comentarios amigos:

De FELIPE BENITEZ REYES:

"Los círculos concéntricos" me ha parecido de veras excelente. Una apuesta arriesgada y muy bien resuelta.”

De BASILIO SANCHEZ:

“Un libro que, habiendo fermentado con la lentitud y la paciencia que necesitaba, se nos presenta ahora, gracias a este justo premio de poesía, maduro y en sazón, verdaderamente pleno y definitivo. Es un libro intenso y sobrecogedor, de una humanidad desbordante y de una capacidad de sugerencia fuera de lo común.”

De EMILIO PORTA:

“Los círculos concéntricos es un libro magnífico, innovador, diferente. Alejandro Céspedes ha escrito esta obra con una maestría que se manifiesta en la forma en que domina la expresión poética y en el modo que articula el lenguaje. En cómo lo moldea, lo aplica y lo cambia con el paso del tiempo y de las circunstancias.”

De MANUEL MOYA:

“Un libro que se mete por igual en el corazón y en las ingles. Formalmente complejo y sustancialmente preciso, exacto en su emoción y en su decir.”

De HERME G. DONIS:

“El libro -de imprescindible lectura- ha sido elaborado con la dedicación, paciencia y cariño de un orfebre".

De EVA VAZ:

"Estoy leyéndote. Estoy llorando".

De MANUEL LÓPEZ AZORÍN:

“El aplauso fue unánime y la petición de que nos leyera algún poema de su último libro Los círculos concéntricos. Vimos a un Céspedes trasmutado en una femenina e infantil Aurora con unos versos duros, terribles, directos, llenos también de ritmo y de emoción que a mí me produjeron la impresión de `naturalidad´ en el sujeto poético, aun a pesar de se un tema, el del abuso sexual, socialmente nada natural.

Un buena velada poética, una magnifica lectura por parte del poeta y un público atento y entregado".

LA CRITICA HA DICHO:

Del Jurado del Premio de la Crítica:

"Céspedes muestra en este poemario una voz muy personal para un discurso poético donde destacan la arquitectura del texto, el sentido del ritmo y la acertada simbiosis entre lo narrativo y lo lírico. Asimismo valora el acierto con que se cultiva el poema en prosa en este libro de amor y dolor profundos, lleno de veracidad y emoción, que examina valientemente ciertos tabús actuales y que desasosiega por su crudeza. Compuesto de poemas en un delicado punto de tensión, la palabra de Los círculos concéntricos, justa e irremplazable, conmueve y estremece".



Miguel Rojo (El Comercio; "Un cículo desasosegante"):

Agustín Calvo Galán: (Revista de Letras)

Herme G. donis (Clarín; "La voz del silencio")

Textos de las críticas:

Un círculo desasosegante; Miguel Rojo:

‘Los círculos concéntricos’ del poeta Alejandro Céspedes (Gijón, 1958) acaba de ganar el Premio de la Crítica de Asturias de poesía en castellano de 2008.

Un libro que ya había merecido el premio Blas de Otero, y que hoy en día resulta imposible de encontrar en las librerías (la verdad es que siempre resultó); por fortuna, el autor lo ha colgado en su página web.

Estamos ante el libro más arriesgado de Céspedes –y no olvidamos su ‘James Dean, amor que me prohíbes’ del ya lejano 86–, y quizás el mejor. ‘Los círculos concéntricos’ es en realidad una historia escrita en prosa que, como todas las historias que bien se cuentan, requiere una lectura ordenada. Una historia con principio y final que se desarrolla alrededor de este círculo de 27 radios acerados y brillantes. Y sin embargo, a pesar de lo dicho, o precisamente por eso, estamos ante un libro de honda poesía. Aquello que decía Leonard Cohen de que la poesía no sólo está en los libros donde los renglones no llegan hasta el final, adquiere aquí plena vigencia.

Ya en el primer poema del libro («Quién dice a la caricia cuál es el territorio prohibido») la protagonista (¿trasunto del autor, un inequívoco juego de espejos al modo de Marcel Proust y su barón Charlus?) nos muestra la localización exacta del campo de batalla donde se va a desarrollar esta particular tragedia, este cuerpo a cuerpo entre un adulto y una menor de 12 años.

La confusión («No alcanzo a discernir qué diferencia existió entre unos besos y los otros. Entre los que me hacían dormir como los pájaros con la cabeza envuelta en sus alas, y los otros»), la culpabilidad («Tal vez no fue su culpa. Tal vez no supe hacerme huraña a su mirada cuando veía sus ojos reptando por mis muslos… »), el erotismo («Y él me abría el pijama muy despacio porque el secreto nace justo dentro del alma de las niñas»), la aceptación («todo está consumido y sé que es imposible apartar de mí el cáliz auque haya bebido de él hasta saciarme»), el dolor («Su nombre se me hizo intolerable»), se suceden en estas 27 confesiones de la niña Aurora con una claridad que desarma al más prevenido de los lectores.


Y es que Céspedes nos comunica con su particular círculo una inquietud que, si bien comienza en el primer verso, no por ello finaliza al cerrar el libro… Es un desasosiego que permanece, el desasosiego que genera el descubrimiento de que los mundos prohibidos no están en la Conchinchina, ¡ay!, sino justo en el piso de abajo.

Si la poesía tiene la capacidad de sublimar la realidad, incluso la más oscura, ‘Los círculos concéntricos’ es un notable ejemplo de ello. Lenguaje directo y no por ello menos lírico que atrapa y hace dudar. La víctima y el verdugo. ¿Es todo tan sencillo? Céspedes los cubre a ambos con la mirada generosa del que intuye los caminos ocultos, las trampas y los chantajes sentimentales, pero también la imposición y el abuso que se suelen dar en las relaciones pedófilas. ¿O no es de esto de lo que habla ‘Los círculos concéntricos’?

Un libro desasosegante y hermoso:


Somos nuestro secreto –me decía.

Y apagaba la luz.

–Los secretos brillan todavía más en la penumbra.

Y yo ni me atrevía a respirar.

Decía –cierra los ojos, los secretos tienen un brillo tan intenso que quema las pupilas de las niñas.


Agustín Calvo Galán:

Los círculos concéntricosAlejandro Céspedes "XIX Premio de Poesía “Blas de Otero” 2008 y Premio de la Crítica de Asturias.


Desde el “yo soy otro” de Rimbaud, pasando por los heterónimos de Pessoa, la escritura como memoria ha tenido en la memoria ajena un campo donde la creación se expande hacia el infinito de nosotros mismos. Alejandro Céspedes visita con este libro la identidad de Aurora: un yo femenino que surge de las entrañas del autor. La construcción de esta identidad femenina se consigue gracias al recuerdo e implica también la existencia de un segundo personaje, al que Aurora se refiere únicamente en tercera persona y que se convierte en su otro, su contraposición. Pero el verdadero personaje o trasunto de estas prosas poéticas es el amor: el amor del autor por el personaje, real o imaginario ¿qué importa?, en complicidad y simpatía, y también su forma contraria: el amor como odio, el amor desmedido como arma de destrucción personal, especialmente cuando la partida no se juega entre iguales y uno de los dos amantes está indefenso ante el dominio o la brutalidad del otro. Alejandro Céspedes ahonda en un tema universal y siempre actual como es el horror dentro del hogar. No hay mayor sufrimiento que la confianza familiar truncada, el secreto infantil que se guarda inconfesable hasta la edad adulta o el diván de los sicólogos, pero tampoco personaje más extraordinario y sugerente como el que ha vivido experiencias traumáticas. El autor consigue hacer de su Aurora una memoria que se explica desde un lirismo alejado de lo común o de la poética al uso, con imágenes sabiamente elaboradas, desde el compromiso-amor hacia el otro- y la comprensión de nuestros miedos interiores como aproximación hacia la humanidad de la que nada nos puede ser ajeno, en su proximidad o alejamiento, traspasando los círculos concéntricos que nos unen o separan; concluyendo que yo no podría ser yo si no existieran otros. Libros como el de Alejandro Céspedes nos descubren en esa búsqueda de aparentes contradicciones.


LA VOZ DEL SILENCIO; Herme G. Donis

Apenas unos meses después de la publicación por parte de Ediciones Vitruvio de Sobre andamios de humo (1979-2007), obra completa hasta ese momento del poeta gijonés Alejandro Céspedes, aparece ahora Círculos concéntricos, XIX Premio de Poesía “Blas de Otero” 2007.

Comentaba hace unos días con un amigo librero sobre la cantidad de excelentes libros y autores que por motivos del azar u oscuras razones, habrán quedado y quedarán durmiendo el sueño de los justos en polvorientos anaqueles de librerías de viejo o-si tienen suerte- poco a poco se irán poniendo “morenos” en los stands de las ferias de libros antiguos y ocasión que de vez en cuando pueblan los paseos de nuestras ciudades.

Eso es lo que suele suceder con los libros de poesía. Sus cortas tiradas y su escasa o nula distribución los ensombrecen con demasiada frecuencia. Éste bien podría haber sido el destino de Los círculos concéntricos, si su autor no lo hubiera colgado en su blog personal: esa inapreciable oportunidad que Internet brinda a todos los consumidores del mundo virtual. De esta manera, el poemario de Alejandro Céspedes tendrá los lectores que se merece. Que, dada su calidad, tendrían que ser miles.

En las páginas –de imprescindible lectura- que abren el libro, Alejandro Céspedes nos pone en antecedentes de los avatares del mismo. Nos va explicando la ardua tarea que supuso la creación de Los círculos concéntricos y de cómo el personaje femenino se le fue imponiendo desde el primer verso negándose a aceptar las “manipulaciones” a la que le exponía el autor.

El libro, elaborado con la dedicación, paciencia y cariño de un orfebre, relata la trágica historia de Aurora. Céspedes, a través de una serie de fragmentos (encadenados entre sí sin ningún tipo de fisuras y poseedores de una palabra justa e irremplazable) va dejando hablar a su personaje sin tapujos, pero siempre observándolo con tal dulzura y respeto que si no supiéramos que en todos los órdenes de la vida las cosas nunca son lo que parecen, nos inclinaríamos a pensar que el autor, de alguna forma, ha sido un espectador cercano a los hechos que nos narra.

Desde el núcleo de los círculos de los que intenta salir y por los que irá transitando hasta llegar a su extrarradio, Aurora nos cuenta una existencia marcada por las abominables circunstancias que rodean su infancia y adolescencia, transcurridas entre el desconcierto, el silencio, y la culpa: “Traspasar la frontera era muy fácil. Quién dice a la caricia cuál es el territorio prohibido […] Qué puntos de la piel van indicando dónde están los linderos del camino por el que transitar es aún posible sin tener que esconder las emociones…” (pág. 13)

Ningún fragmento de este libro nos deja indiferentes. La voz de Aurora con veracidad y emoción nos sumerge en su mundo de silencios y misterios, que según nos van siendo revelados nos conmueven y estremecen: “Supe a los doce años que aquel coche tan grande era un Seat ­-y con dos apellidos que son Mil Cuatrocientos. Verde, como el agua estancada. Y fuimos a estrenarlo. Hasta esa edad recuerdo pocas cosas pues la memoria era un territorio inexplorado, oculto, sólo útil para que en él pastasen mis secretos…” (pág. 21)

A partir de este episodio la historia se precipita. La rebelión, el asco y el dolor se manifiestan todos de golpe. Aurora rompe las ataduras y recupera una libertad no exenta de aflicción y culpa, pero salvadora: “Todo está consumado. No puede haber condena más perpetua que darle de mamar a los recuerdos. Cualquier otra justicia es de este mundo y a mí ya no me alcanza porque hace mucho tiempo que habito en la ceniza de una estrella apagada. Nunca habrá redención pues no es culpa del pájaro si se estrella su cuerpo contra el cristal traidor de una ventana…” (pág. 40)

Como bien dice Emilio Porta en un texto que, a modo de prólogo, acompaña a la justificación del libro por parte del autor, Los círculos concéntricos no es otra cosa que una brizna –muchas briznas diría yo- de amor y dolor profundo de Alejandro Céspedes.

miércoles, 3 de febrero de 2010

SELECCIÓN DE POEMAS

Traspasar  la frontera era muy fácil. 

Quién le dice a la caricia cuál es el territorio prohibido. Cómo saber que a partir de una célula inexacta comienza la maraña del deseo a enredarse, a escurrirse, a empantanarse. 
Qué señales le informan de que su imperio termina y de que esa nueva tierra donde están cabalgando sus diez dedos no puede ser pisada todavía.
Qué puntos de la piel van indicando dónde están los linderos del camino por el que transitar es todavía posible sin tener que esconder las emociones. 
Cómo puede saber la blanda esponja, los redondos planetas de la espuma, que en un instante el radio de sus órbitas empieza a gravitar sobre el peligro.
Qué espasmo del cerebro modifica la intención de la esponja, del labio, de los dedos. Qué neurona oscurece y afila la mirada del hombre ante un asombro que unos segundos antes sólo era un trozo de piel sucia entre sus manos.

¿En qué espectro se encarna la ternura?

PERO ¿si no hay frontera? ¿Si yo nunca he tenido territorios vedados ni a los labios ni a las manos?


Desde que fui carne, carne dócil, fui adiestrada a la caricia y al amor. No hubo noche en la que no viniera a sentarse en mi colcha, no hubo noche que no me hipnotizase con aquella voz que susurraba en mis oídos historias prodigiosas.

Si no había frontera, ¿cómo iba él a traspasar qué límites?

Fui creciendo a la sombra de sus manos, se expandían mis células cuando él las exploraba, mi piel fue como un atlas a sus ojos, un territorio utópico, cercano, conquistable.

Y si no había frontera cómo reconocer en qué momento ocurría aquella metamorfosis en sus manos que las hacía aletear debajo de mi falda.

Desde qué desquiciada procedencia acudía aquel ímpetu sordo ante la voz de la ternura y que yo nunca supe calmar 
sin ensuciarme.


SUPE a los doce años que aquel coche tan grande era un Seat
—y con dos apellidos que son Mil Cuatrocientos. Verde, como 
el agua estancada. Y fuimos a estrenarlo.

Hasta esa edad recuerdo pocas  cosas pues la memoria era un escenario inexplorado, oculto, sólo útil para que en él actuasen mis secretos.

Eran mis doce años. 
Me enseñó cómo huelen los coches cuando nacen.
 —Hay que estar muy atenta porque este instante es único y no se olvida nunca. Este olor primigenio sólo escapa el día que su dueño abre sus puertas por primera vez. Sólo una vez. Y sólo al primer dueño.

Y era cierto. Nunca más lo olvidé.  Porque un poco más tarde y también para  siempre habría  de recordar el clic metálico que hace que se desmayen los respaldos. La frialdad del plástico de las tapicerías pegadas a mi espalda. El olor del tabaco en mi saliva. El apretón caliente de unos brazos. El peso de otro cuerpo. La liviandad del mío. Supe el tacto del semen, como la goma arábiga, y su olor, a lejía.


En casa me esperaba otro regalo. La postura correcta para usar el bidé. Me enseñó a hacerlo y me quedó la impronta de aquel agua caliente corriendo por el cauce de mis muslos al tiempo que mis ojos se perdían en un paisaje azul de baldosines.

Allí, quieta, escuchando el revuelo de aquel agua mientras era engullida, mientras el sumidero succionaba mis lágrimas, aprendí a recordar. Aprendí a recordar con las piernas abiertas mientras contaba doce azulejos en el alicatado. Doce anillas sujetaban la cortina en la ducha. Doce veces el cuco abrió su puerta abajo, en la sala. Doce veces cantó mis doce años. Doce años cumplí sentada en un desagüe. 

Ese fue mi regalo, recordar. 
Recordar cómo huelen los cuerpos cuando se abren en ese instante único. Recordar ese olor primigenio que se escapa el día que su dueño abre la puerta por primera vez. 

Sólo una vez. 
Y sólo al primer dueño.




HE aprendido a amansar sus estampidas construyendo en mi cuerpo dos Auroras idénticas.


Amordacé el cristal de sus pezuñas y vendé sus aristas con un trozo de felpa.
Dividiéndome conseguí confundir su trayectoria, los redobles de ese tambor que aspira los latidos del eco para tener más ímpetu en el próximo golpe.

Ahora, entre las dos que soy, ya podemos colocar su discurso entre las manos e imprimir en su tráquea mis huellas dactilares.

Disfruto viendo cómo convulsionan sus lamentos ahogados. Cómo sus ojos buscan mis esferas para poner los huevos e incubar sus retoños de memoria. 
Ya es inútil.

Vuelve a poner en juego a sus espectros. Pululan por mis límites con el cuello desnudo pero ignoran, que al duplicar mis manos, es muy fácil tirar de los extremos del nylon que he anudado en su garganta.

Inician su estampida. Patalean colgados sobre el aire. No redoblan.

Silencio. 

Así la realidad se manifiesta: subproductos, chispazos que iluminan el vacío.

Separados del cuerpo, los sueños abortados restallan en el aire como un cable mojado.




FUE una piedra. 
No yo. 
Fueron dos piedras. 
El coche quedó abierto. 
Él me seguía.
Yo sólo vi que el coche estaba abierto, los faros encendidos. 
Fue una piedra. 
No. Dos.
Fueron dos piedras. 
Él me seguía. 
Se lo había dicho:
¡Basta!
¡Basta! 
Tres veces dije ¡basta! pero buscaba mi lengua  con su aliento a combustible. 
Salí del coche. Dije: 
—No habrá más. Nunca más. 
Yo acumulaba fuerzas.
 —Es de noche —decía —hay que volver, Aurora.
¡Aurora!
¡Aurora!
Pronunciaba mi nombre con la mano extendida como si fuese yo
quien va a caerse.
Me seguía. 
Miré hacia atrás. 
Vi las puertas abiertas, los faros encendidos. 
Una piedra hizo un surco en la noche, otro en su frente. 
No. Dos. 
Fueron dos piedras. 
Fue la otra, no yo, la que estaba esperándolo. 
La que abrazó su cráneo por la espalda cuando cayó con los faros abiertos, las puertas encendidas.



SINTIÓ una mordedura, un estilete, un nudo corredizo estrangulando el tráfico en su arteria. Abrió mucho los ojos y la boca. Giró sobre sí mismo en un instante los ciento ochenta grados que allí necesitaba para verla.

Fue la primera vez en toda su simétrica existencia que la miró de frente y ni siquiera así le vio los ojos.

Ella continuaba con sus burlas desde su fondo oscuro. Imitaba los ángulos, las formas de sus desmadejados aspavientos mientras se iba cerrando la bisagra que los unía desde que nacieron.

Cayó sobre su sombra con su cuerpo pero ella, esta vez, mientras se hacían idénticos, al desaparecer, le dio la espalda.


CAMINÉ. 
Caminé. 
Recogí los guijarros uno a uno de todos los caminos para no dejar huellas. Cada vez que doblaba mi cintura y la ponía derecha con una nueva piedra entre las manos, crujía una vértebra en mi espalda.

La piedra que dejaba caer sobre las otras hacía el ruido sordo del metrónomo.
Otro segundo más, un fruto recogido que se pudre y que deja un círculo de óxido señalizando, como la sangre seca, mi regazo.


SU nombre se me hizo intolerable. Incluso en el final, cuando agarró la muerte sus dos brazos y recordé, y repasé, hice el cómputo. Incluso en ese instante en el que las dos garras que tenía clavadas en mi estómago se aflojaron al contraluz de aquellos dos faros encendidos, incluso en esa tregua, mientras estaba viendo cómo el cráneo se le iba vaciando como un odre de vino y sus ojos que no comprendían nada se anclaban en lo alto de la noche y desde allí llamaban.


Me llamaban. 
Incluso en lo insondable de esa casual victoria, aunque busqué sus letras ahogadas en saliva e indagaba en mi oído el eco de sus sílabas, su nombre se me hacía impronunciable.

Sólo oía el motor de aquel coche con sus puertas abiertas, con sus faros abiertos, obscenamente abiertos y mirándome y sus intermitentes alternativamente 

llamándome, llamándome

Aurora           Aurora 
Aurora           Aurora
Aurora           Aurora

QUIZÁ sea más fácil aceptar el silencio que tener que asumir que la cordura es capaz de habitar en los misterios de ese lóbrego sótano donde forja el deseo sus más locos fantasmas.

Sé quién era ese hombre aunque no sea posible que la letras de su nombre abandonen mis labios.

Qué importa que no afirme ni que niegue y que no me defienda de las acusaciones, si ya visteis mis manos y mis ojos ya vieron sus ojos alejarse.

Preguntadle al asfalto del camino por qué lo llevó allí. Interro- gad a aquellas dos esferas de luz que vieron todo, a la piedra y a su exacta parábola, a la otra que esperaba en el suelo para besar por dentro su cabeza.

Preguntadle a sus piernas por qué se doblegaron. A su cráneo, por qué entreabrió sus pétalos en mitad de la noche.

Por mí habla el eructo del silencio porque tragué silencio hasta saciarme. Soy Creusa y soy Casandra, violada por un dios y no creída. 
Si eso me hace más sucia es preferible que pongáis más empeño en engendrar silencio en vez de hijas. 

ODIAR o ser amada. 
Gritar o ser vencida. 
Callar y ser amada. 
Amar y ser vencida. 
Odié.
Grité. 
Callé. 
Amé. 

Fui amada y fui vencida.

Todos los caminos fueron a dar al mismo. El único camino por el que pude o supe andar para seguir sobreviviendo a todas esas sombras que se levantaban después de cada huella de mis pasos.

Y cuanto más corría, más se alzaban. Más deprisa pisaba mis talones un pasado que a veces confundía sus bordes con mis límites.

Esa fue la batalla que libré diariamente siempre contra mí misma.
Perseguía mi sombra dando vueltas en círculos. Dando vueltas, vueltas, girando sobre un torno de alfarero estrangulé mi cuello y dilaté mi vientre hasta dejarlo hinchado, hueco, vacío, igual que una vasija que se agrieta en el horno incapaz de aceptar las caricias del fuego.