Traspasar la frontera era muy fácil.
Quién le dice a la caricia cuál es el territorio prohibido. Cómo saber que a partir de una célula inexacta comienza la maraña del deseo a enredarse, a escurrirse, a empantanarse.
Qué señales le informan de que su imperio termina y de que esa nueva tierra donde están cabalgando sus diez dedos no puede ser pisada todavía.
Qué puntos de la piel van indicando dónde están los linderos del camino por el que transitar es todavía posible sin tener que esconder las emociones.
Cómo puede saber la blanda esponja, los redondos planetas de la espuma, que en un instante el radio de sus órbitas empieza a gravitar sobre el peligro.
Qué espasmo del cerebro modifica la intención de la esponja, del labio, de los dedos. Qué neurona oscurece y afila la mirada del hombre ante un asombro que unos segundos antes sólo era un trozo de piel sucia entre sus manos.
¿En qué espectro se encarna la ternura?
PERO ¿si no hay frontera? ¿Si yo nunca he tenido territorios vedados ni a los labios ni a las manos?
Desde que fui carne, carne dócil, fui adiestrada a la caricia y al amor. No hubo noche en la que no viniera a sentarse en mi colcha, no hubo noche que no me hipnotizase con aquella voz que susurraba en mis oídos historias prodigiosas.
Si no había frontera, ¿cómo iba él a traspasar qué límites?
Fui creciendo a la sombra de sus manos, se expandían mis células cuando él las exploraba, mi piel fue como un atlas a sus ojos, un territorio utópico, cercano, conquistable.
Y si no había frontera cómo reconocer en qué momento ocurría aquella metamorfosis en sus manos que las hacía aletear debajo de mi falda.
Desde qué desquiciada procedencia acudía aquel ímpetu sordo ante la voz de la ternura y que yo nunca supe calmar
sin ensuciarme.
SUPE a los doce años que aquel coche tan grande era un Seat
—y con dos apellidos que son Mil Cuatrocientos. Verde, como
el agua estancada. Y fuimos a estrenarlo.
Hasta esa edad recuerdo pocas cosas pues la memoria era un escenario inexplorado, oculto, sólo útil para que en él actuasen mis secretos.
Eran mis doce años.
Me enseñó cómo huelen los coches cuando nacen.
—Hay que estar muy atenta porque este instante es único y no se olvida nunca. Este olor primigenio sólo escapa el día que su dueño abre sus puertas por primera vez. Sólo una vez. Y sólo al primer dueño.
Y era cierto. Nunca más lo olvidé. Porque un poco más tarde y también para siempre habría de recordar el clic metálico que hace que se desmayen los respaldos. La frialdad del plástico de las tapicerías pegadas a mi espalda. El olor del tabaco en mi saliva. El apretón caliente de unos brazos. El peso de otro cuerpo. La liviandad del mío. Supe el tacto del semen, como la goma arábiga, y su olor, a lejía.
En casa me esperaba otro regalo. La postura correcta para usar el bidé. Me enseñó a hacerlo y me quedó la impronta de aquel agua caliente corriendo por el cauce de mis muslos al tiempo que mis ojos se perdían en un paisaje azul de baldosines.
Allí, quieta, escuchando el revuelo de aquel agua mientras era engullida, mientras el sumidero succionaba mis lágrimas, aprendí a recordar. Aprendí a recordar con las piernas abiertas mientras contaba doce azulejos en el alicatado. Doce anillas sujetaban la cortina en la ducha. Doce veces el cuco abrió su puerta abajo, en la sala. Doce veces cantó mis doce años. Doce años cumplí sentada en un desagüe.
Ese fue mi regalo, recordar.
Recordar cómo huelen los cuerpos cuando se abren en ese instante único. Recordar ese olor primigenio que se escapa el día que su dueño abre la puerta por primera vez.
Sólo una vez.
Y sólo al primer dueño.
HE aprendido a amansar sus estampidas construyendo en mi cuerpo dos Auroras idénticas.
Amordacé el cristal de sus pezuñas y vendé sus aristas con un trozo de felpa.
Dividiéndome conseguí confundir su trayectoria, los redobles de ese tambor que aspira los latidos del eco para tener más ímpetu en el próximo golpe.
Ahora, entre las dos que soy, ya podemos colocar su discurso entre las manos e imprimir en su tráquea mis huellas dactilares.
Disfruto viendo cómo convulsionan sus lamentos ahogados. Cómo sus ojos buscan mis esferas para poner los huevos e incubar sus retoños de memoria.
Ya es inútil.
Vuelve a poner en juego a sus espectros. Pululan por mis límites con el cuello desnudo pero ignoran, que al duplicar mis manos, es muy fácil tirar de los extremos del nylon que he anudado en su garganta.
Inician su estampida. Patalean colgados sobre el aire. No redoblan.
Silencio.
Así la realidad se manifiesta: subproductos, chispazos que iluminan el vacío.
Separados del cuerpo, los sueños abortados restallan en el aire como un cable mojado.
FUE una piedra.
No yo.
Fueron dos piedras.
El coche quedó abierto.
Él me seguía.
Yo sólo vi que el coche estaba abierto, los faros encendidos.
Fue una piedra.
No. Dos.
Fueron dos piedras.
Él me seguía.
Se lo había dicho:
¡Basta!
¡Basta!
Tres veces dije ¡basta! pero buscaba mi lengua con su aliento a combustible.
Salí del coche. Dije:
—No habrá más. Nunca más.
Yo acumulaba fuerzas.
—Es de noche —decía —hay que volver, Aurora.
¡Aurora!
¡Aurora!
Pronunciaba mi nombre con la mano extendida como si fuese yo
quien va a caerse.
Me seguía.
Miré hacia atrás.
Vi las puertas abiertas, los faros encendidos.
Una piedra hizo un surco en la noche, otro en su frente.
No. Dos.
Fueron dos piedras.
Fue la otra, no yo, la que estaba esperándolo.
La que abrazó su cráneo por la espalda cuando cayó con los faros abiertos, las puertas encendidas.
SINTIÓ una mordedura, un estilete, un nudo corredizo estrangulando el tráfico en su arteria. Abrió mucho los ojos y la boca. Giró sobre sí mismo en un instante los ciento ochenta grados que allí necesitaba para verla.
Fue la primera vez en toda su simétrica existencia que la miró de frente y ni siquiera así le vio los ojos.
Ella continuaba con sus burlas desde su fondo oscuro. Imitaba los ángulos, las formas de sus desmadejados aspavientos mientras se iba cerrando la bisagra que los unía desde que nacieron.
Cayó sobre su sombra con su cuerpo pero ella, esta vez, mientras se hacían idénticos, al desaparecer, le dio la espalda.
CAMINÉ.
Caminé.
Recogí los guijarros uno a uno de todos los caminos para no dejar huellas. Cada vez que doblaba mi cintura y la ponía derecha con una nueva piedra entre las manos, crujía una vértebra en mi espalda.
La piedra que dejaba caer sobre las otras hacía el ruido sordo del metrónomo.
Otro segundo más, un fruto recogido que se pudre y que deja un círculo de óxido señalizando, como la sangre seca, mi regazo.
SU nombre se me hizo intolerable. Incluso en el final, cuando agarró la muerte sus dos brazos y recordé, y repasé, hice el cómputo. Incluso en ese instante en el que las dos garras que tenía clavadas en mi estómago se aflojaron al contraluz de aquellos dos faros encendidos, incluso en esa tregua, mientras estaba viendo cómo el cráneo se le iba vaciando como un odre de vino y sus ojos que no comprendían nada se anclaban en lo alto de la noche y desde allí llamaban.
Me llamaban.
Incluso en lo insondable de esa casual victoria, aunque busqué sus letras ahogadas en saliva e indagaba en mi oído el eco de sus sílabas, su nombre se me hacía impronunciable.
Sólo oía el motor de aquel coche con sus puertas abiertas, con sus faros abiertos, obscenamente abiertos y mirándome y sus intermitentes alternativamente
llamándome, llamándome
Aurora Aurora
Aurora Aurora
Aurora Aurora
QUIZÁ sea más fácil aceptar el silencio que tener que asumir que la cordura es capaz de habitar en los misterios de ese lóbrego sótano donde forja el deseo sus más locos fantasmas.
Sé quién era ese hombre aunque no sea posible que la letras de su nombre abandonen mis labios.
Qué importa que no afirme ni que niegue y que no me defienda de las acusaciones, si ya visteis mis manos y mis ojos ya vieron sus ojos alejarse.
Preguntadle al asfalto del camino por qué lo llevó allí. Interro- gad a aquellas dos esferas de luz que vieron todo, a la piedra y a su exacta parábola, a la otra que esperaba en el suelo para besar por dentro su cabeza.
Preguntadle a sus piernas por qué se doblegaron. A su cráneo, por qué entreabrió sus pétalos en mitad de la noche.
Por mí habla el eructo del silencio porque tragué silencio hasta saciarme. Soy Creusa y soy Casandra, violada por un dios y no creída.
Si eso me hace más sucia es preferible que pongáis más empeño en engendrar silencio en vez de hijas.
ODIAR o ser amada.
Gritar o ser vencida.
Callar y ser amada.
Amar y ser vencida.
Odié.
Grité.
Callé.
Amé.
Fui amada y fui vencida.
Todos los caminos fueron a dar al mismo. El único camino por el que pude o supe andar para seguir sobreviviendo a todas esas sombras que se levantaban después de cada huella de mis pasos.
Y cuanto más corría, más se alzaban. Más deprisa pisaba mis talones un pasado que a veces confundía sus bordes con mis límites.
Esa fue la batalla que libré diariamente siempre contra mí misma.
Perseguía mi sombra dando vueltas en círculos. Dando vueltas, vueltas, girando sobre un torno de alfarero estrangulé mi cuello y dilaté mi vientre hasta dejarlo hinchado, hueco, vacío, igual que una vasija que se agrieta en el horno incapaz de aceptar las caricias del fuego.